miércoles, 30 de noviembre de 2011

João Pereira


Cuando se despertó el 24 de noviembre de 2011, João Pereira vio el mundo por primera vez.

Al principio pensó que estaría soñando. Al contrario de lo que la gente solía creer, algunos ciegos de nacimiento asisten en sueños a las mismas sucesiones de inverosímiles imágenes que aquellos que ven. Durante el día, el subconsciente de João almacenaba sonidos –la voz de mujer que anunciaba las paradas en el metro, el cantar de las gaviotas a la orilla del río Tajo-, olores –a castañas asadas en invierno, a sudor concentrado los días de calor- y sabores –el afrutado vino blanco del Alentejo y el fuerte café solo de las mañanas-, sensaciones todas que más tarde su cabeza traduciría libremente en imágenes llenas de colores a los que João pensó que nunca podría bautizar. 

Sobrecogido, descubrió que quizás al fin podría hacerlo. Los colores que se le echaron encima al abrir los ojos no eran iguales a los que veía por las noches. El tono las paredes de su habitación era más intenso que cualquier otro que hubiera soñado antes. Por la ventana entraba una luz tan nítida y brillante como nunca la habría podido imaginar. João se destapó y se sentó en la cama; lentamente colocó las manos a la altura de sus ojos y las miró, viéndolas. La verdad, no tenían el aspecto que él había esperado. Observó con una mezcla de horror y fascinación las venas moradas que sobresalían de su piel, y la visión del contraste entre lo claro de la carne y el oscuro vello que la recubría le disgustó profundamente.

João se puso en pie. Se sintió un poco mareado cuando su cuerpo se irguió totalmente. Hizo un barrido visual de todo el cuarto. Colores, luces, tonalidades, sombras; ahora comenzaban a ocupar un lugar en el mundo todos los conceptos teóricos que había aprendido de memoria y a los que, hasta ahora, no había encontrado una aplicación práctica. Observó cómo la luz del exterior creaba en la superficie de su mesita de noche tres tonalidades distintas. Se fijó en el cuadro que colgaba de la pared de enfrente, y que seguramente estaba ahí desde mucho antes de que João alquilara el piso. Se acercó y examinó cuidadosamente las formas que estaban retratadas en él. Una mujer vestida con un traje que sólo dejaba al descubierto su pálido pecho aparecía sentada sobre una roca, mirando al infinito. A su lado, un perro de expresión desafiante vigilaba el entorno. La atmósfera de la pintura era triste y lúgubre, pero a João le pareció conmovedora. “Ésta”, se dijo, “tiene que ser una reproducción de una de esas obras famosas de Leonardo da Vinci o de Velázquez”.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Primeras lluvias en Lisboa

En Lisboa ya llueve. Las nubes llegaron el domingo por la mañana, formando un manto inquebrantable en el cielo. Yo estaba corriendo por la orilla del río cuando empezaron a caer las primeras gotas. Al principio, suaves, benévolas, como si me advirtieran del diluvio que las seguiría. El rumor de sus impactos contra mi camiseta quería decirme "¡corre, vete a casa!". Al cruzar la puerta, el cielo se abrió y liberó toda el agua que había almacenado durante dos meses. A los cinco minutos llegó Johann con la bici entre las piernas; al menos le había dado tiempo a comerse un helado.

Me recogí en el amplio sofá de la buhardilla con un libro -"Me llamo Rojo"- y el periódico del día. La edición había fallado y faltaba el suplemento "Domingo". Me quedé sin crucigramas, pero me ventilé media novela. Vestía, por primera vez desde que llegué a Lisboa, un suéter de manga larga; una manta deshilachada cubría mi cuerpo. Johann subía de vez en cuando y, mirando al río a través de la cristalera, se lamentaba porque el día siguiente sería el primero de muchos en el que no podría desayunar en la terraza.

Las ventanas del techo se convirtieron en cataratas que arrastraban polvo, arena mojada e insectos muertos. La negrura de la noche nos cubrió más temprano que nunca. Johann y yo leíamos; yo me acordé de mi madre y encendí la lámpara que tenía al lado para poder ver. Él continuó descifrando palabras a oscuras.

El viento fue ganando fuerza y rabia y golpeaba la casa desde los cuatro puntos cardinales. A veces parecía que unos enormes cubos de agua fueran vertidos sobre los cristales. Evocaba todo el rato esas noches de tormenta en las que me levantaba de la cama, confusa y asustada, y bajaba al patio corriendo para comprobar que mi gata no había volado con el viento. Aquí sí volaron cosas: la mesa viajó varios metros por la terraza hasta estamparse contra una de sus paredes, y una silla amaneció al día siguiente en el tejado. Adamastor estaba enfurecido.

No eran ni las doce de la noche cuando me metí en la cama. Pensaba dormir en el sofá de la buhardilla, pero el vigor de la ventisca me disuadió. El lunes la luz clara de Lisboa volvía a monopolizar la atmósfera. Durante dos días la lluvia nos dio una tregua. Hoy cualquier esperanza de ver el sol es una ilusión ingenua. El viento y la lluvia han vuelto a confabularse para retenernos en nuestras casas, apartados, solos. Como si fuera el momento de reflexionar después de casi dos meses de vida paralela.

No tengo paraguas, ni chubasquero, ni zapatos que me aíslen de los charcos que se forman en las calles llenas de boquetes de esta ciudad. Por primera vez, hoy echo verdaderamente de menos a mi familia y a mi casa -la una implica la otra-. Tengo saudades que plasmaría en un fado si supiera componerlos o cantarlos. La lluvia me obliga a darme cuenta de que la burbuja en la que habito, aunque es una parcela de fantasía, ocupa un espacio del vasto bosque de la realidad.


Tras casi dos meses de sentimientos al límite, la oscuridad que ha traído la lluvia me ha ayudado, paradójicamente, a aclarar mi corazón. Dentro del agradecimiento y de la felicidad que me provoca el hecho de ser quien soy y estar donde estoy, hay descubrimientos que me entristecen inevitablemente. Me doy cuenta de que las personas no paramos de huir de nuestras vidas en busca de experiencias diferentes cuando, muchas veces, ni siquiera hemos acabado de vivir las que tenemos más a mano. Andamos a la caza de personas a las que querer sin haber demostrado nuestro amor por nuestra gente más próxima. Exploramos ciudades desconocidas sin conocer la nuestra a fondo. En fin, emprendemos búsquedas agotadoras para llegar una y otra vez a la misma conclusión, que nos golpea en la cara y se repite como una cantinela diabólica: siempre hemos estado solos, y siempre estaremos solos.

lunes, 17 de octubre de 2011

La luz de Lisboa

Lisboa ofrece una paleta de colores amplia y variable. La luz cambia rápidamente durante el día, y también entre los días: los tonos de la ciudad se renuevan cada veinticuatro horas, aunque para advertir esos pequeños cambios hace falta estar muy atento.

Los blancos de las primeras horas de la mañana, cuando el metro despierta y los primeros trabajadores salen de sus casas sin desayunar. La luz que cae en picado desde el cielo choca contra los edificios de anchas ventanas y se instala en ellas, contribuyendo a templar las casas en este octubre extrañamente caluroso. La niebla flota sobre el río.

Pero se evapora pronto, o quizá la engulle el agua, cuando la luz que era blanca se convierte en dorada y se abre paso entre las calles. Al proyectarse sobre sus adoquines dota a la ciudad del color intensamente anaranjado de mis veranos en la Mancha. En Lisboa la sombra es de un tono diferente, e incluso parece tener brillo propio.

A las tres de la tarde el pintor del cielo nos muestra de nuevo su talento y deja caer sobre la ciudad litros y litros de mil azules distintos. Los amarillos se suavizan para apagarse al fin. El río y el cielo se funden de tal manera que es imposible determinar dónde acaba uno y dónde empieza el otro. Las casas adoptan un color celeste y los azulejos de algunas de ellas reflejan la tranquilidad del aire. En los rostros de los lisboetas se percibe la resaca de la luz de la mañana.

Ahora, el sol comienza a caer a las siete de la tarde. Lisboa parece apresurada cuando, mientras nuestra estrella viaja hacia otros continentes, la luz se mueve sin cesar, como perdida y atontada, por los edificios, los callejones, las plazas, los parques, las avenidas. Un púrpura azulado se adueña de la ciudad y con él llegan los mendigos, que salen de sus escondites. Las palomas se refugian donde nadie pueda encontrarlas, llevándose las sombras que sus pequeños cuerpos crean en el asfalto. El cielo, desde el río, se mueve entre rosas y violetas.


Y en la noche los colores no son negros, ni siquiera grises oscuros. La luz continúa almacenada en las fachadas de las construcciones pombalinas, en el interior del metro, en todos los árboles de la ciudad. Los cigarrillos alumbran más que unas farolas que se me antojan totalmente prescindibles. Si las quitaran, si hubiera un gran apagón, Lisboa continuaría brillando con su propia luz.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Una nueva familia

A punto de cumplir un mes en Lisboa, un mes de erasmus. La ciudad cada día me parece más bella. Redescubro por la tarde calles que transité por la mañana durante los primeros días y me sorprendo, porque, con la ausencia de luz natural, emanan una calidez y un encanto que me hacen dudar de si prefiero Lisboa de día o Lisboa de noche.

La vida de Lisboa es pausada pero dinámica, tranquila e impredecible. Uno encuentra sorpresas detrás de alguna esquina, por cualquier calle angosta o a las seis de la mañana en Bairro Alto. Los perros pasean sueltos por las calles y a nadie le molesta, brigadas de policía hacen altos en medio de la rua para fumar, las novatadas universitarias son oficiales y duran un año entero. Hay pueblos escondidos en medio de la ciudad, separados del centro sólo por tres calles. El metro se va llenando de caras que ya he visto otras veces en sitios diferentes. Los turistas -los muchos turistas- me preguntan dónde está la Praça do Comércio o Largo da Trinidade. Me hacen sentirme portuguesa.

La ciudad entera está por descubrir todavía. Cada paso que doy en ella me ayuda, también, a descubrirme a mí misma. Irte de erasmus te permite empezar de cero, inventarte otro yo si te viene en gana. Nadie -o casi nadie- te conoce; nadie sabe tus límites ni el papel que interpretas en tu país, en tu ciudad, con tu familia y con tus amigos. Hay tantas personas que, si a alguna no le gustas, habrá otras doscientas dispuestas a conocerte. Así que eres como eres: no finges, no actúas, no piensas de forma recurrente si lo que vas a decir será correcto o si caerá bien. Y vas y te das cuenta de que nadie se ríe de ti en tu cara y de que nadie huye despavoridamente de tu lado. No gustas a algunos, pero descubres que eso no supone un trauma en tu vida.

Aquí he conocido -y estoy conociendo- a gente muy auténtica. Me miran a los ojos cuando me hablan y, aunque sepa que ésa no es señal de que están diciendo toda la verdad, sé que lo están haciendo. La honestidad se aprecia en sus palabras. No hacen algo si no quieren hacerlo, no dicen que les gusta algo si en realidad no les gusta. El estado de relax que caracteriza a quienes se trasladan a un lugar en el que nadie les conoce reluce en sus caras, en su pose, en su forma de caminar.

Y poco a poco se va creando ese repertorio de expresiones y bromas privadas que toda pequeña comunidad posee. Palabras que nacieron de confusiones lingüísticas -¡un pringado, por favor!- y anécdotas que salen a colación durante alguna tarde en un café o alguna noche tomando una amarginha en Luís de Camões. Y cada uno va eligiendo sus planes estrella, los bares que visitará durante las madrugadas y las calles por las que paseará las tardes de entre semana. Y vamos conociéndonos, descubriendo las preferencias culinarias de Xavi, la música que escucha Carmela, las manías de Ana y Jaya en cuanto al peinado que llevan y el lenguaje hilarante de Bernat -"una hamburguesa lo peta!"-.

Porque Lisboa es preciosa, pero sin todos ellos perdería su luz.








domingo, 11 de septiembre de 2011

Lisboa

Dicen que Valencia es la ciudad de la luz. Puede que lo sea de España, sí; desde luego, no lo es de la península ibérica. De ésta lo es Lisboa.

Cuando amanece, la humedad del Tajo empapa los coches y las ventanas de las antiguas casas lisboetas. Parece que va a ser un día nublado, pero en apenas una hora un sol brillante y puro envuelve la ciudad: sus calles de adoquines resbaladizos, sus edificios de azulejos quebrados y sus gentes amables y políglotas. Los rayos luminosos se cuelan en cada rua por estrecha que sea. Las empinadas cuestas de cada barrio se nutren de ellos, y los hombres pasean por ellas como si el tiempo no apremiara, y las mujeres viejas se asoman a sus balcones en compañía de sus perros. También los gatos recorren los barrios antiguos, y son dóciles y alzan el lomo cuando acaricias sus suaves pelajes.

Hay mendigos que piden limosna en un portugués incomprensible, ancianos con piernas de hierro que ya no tienen que mirar al suelo para no tropezarse en las aceras asesinas y conductores de autobús que se saltan cualquier límite de velocidad. Hay también ciegos, muchos ciegos, sobre todo en el metro. Los pasteis de nata se agolpan en los escaparates de las pastelerías, y las palomas campan a sus anchas por las numerosas plazas de la ciudad.



En la ciudad de las siete colinas casi cualquier punto regala vistas de los alrededores. Cada diez minutos te topas con un miradouro en el que han proliferado los cafés y los parques. Tomar una cerveza (Super Bock, siempre) cuando el sol, que se resiste a desaparecer, se esconde, siempre es un placer. Sobre todo si la compañía es buena y la conversación interesante y extendida, como todo en Lisboa. La ciudad en la que el tiempo se detiene.

Al adentrarse en los barrios de calles peatonales y edificios alargados y estrechos uno tiene la sensación de estar en un pueblo en lugar de en una ciudad de más de medio millón de habitantes. Encontrarse con una fiesta de un vecindario en el que se cantan fados y se cena de maravilla no es difícil. Los lisboetas, sonrientes y corteses, te invitan a unirte a ellos y bromean cuando les dices que no puedes acabarte el plato. Casi todos tienen la piel morena, de un color agitanado.



El olor de Bairro Alto, un barrio que duerme de día y vive de noche a un ritmo y a un ruido extraordinarios, recuerda al aroma de una ciudad marroquí. Los diminutos bares y pubs abren todos los días de la semana, y las bebidas se sirven en vasos de plástico que los clientes sacan a las calles atestadas de gente. Los diferentes idiomas se cruzan y los portugueses se mezclan con los extranjeros. El sol se ha llevado el calor a su partida y ahora corre el aire a pesar de las aglomeraciones. Una ginjinha (licor de cereza) quizá caliente el cuerpo, así que hay que encontrar el local en el que la sirvan más barata.

El portugués es una lengua que se saborea al hablarla. Sabe a viento atlántico y a hospitalidad. No es difícil entenderlo, a no ser que provenga de la conversación acelerada de dos mujeres que se encuentran al hacer la compra. Las escenas cotidianas y a cámara lenta que suceden en Lisboa hacen que te sientas como en casa, una casa enorme y extendida en la que hasta el panadero parece de tu familia.

Lisboa, ciudad pequeña, pueblo grande.

lunes, 22 de agosto de 2011

Lo mejor de ti es tu sonrisa

¡Hola de nuevo! Después de un mes yendo de aquí para allá -para algo está el verano- vuelvo al blog para reflexionar con vosotros sobre un tema al que llevo un tiempo dándole vueltas. Se trata de la pasión por hacer algo, de las ganas de actuar, de las sonrisas que pueden transformar aquello a lo que se dirigen.

Hace unos meses me di cuenta de que no estaba totalmente comprometida con nada de lo que hacía. Pasaba por encima de mis tareas sin implicarme en ellas con cuerpo y alma. No ponía todo lo bueno de mí ni en las cosas que me gustaba hacer ni en las que no me gustaba hacer. Sabía perfectamente que cualquier situación desagradable o poco placentera puede mutar en algo único solamente con un cambio de actitud hacia ella, pero del conocimiento racional a la experiencia siempre hay un trecho que, a veces, puede costar años salvar.

Una amiga y maestra fue quien me hizo ver que nunca ponía toda la carne en el asador. Pasaba de una cosa a otra sin dejar huella en nada y sin disfrutar al cien por cien de lo que me ofrecía cada vivencia. Ahí fue cuando fui consciente. De eso, ya digo, hace unos meses.

Y en estos días calurosos de verano es cuando estoy empezando a integrar la idea de que, para realmente disfrutar con algo y hacerlo lo mejor que sé, tengo que comprometerme con ello y, sobre todo, dar lo mejor de mí misma. Me he dado cuenta de que, a veces, hago las cosas de manera tan inconsciente que no puedo recordar nada de lo que he hecho durante el último minuto. No puedo acordarme de lo que he pensado, ni reconstruir viñeta por viñeta qué han tocado mis manos... ¿A quién no le pasa esto de forma bastante habitual? Comemos sin saborear la amalgama infinita de matices que nos brindan los alimentos, conversamos con cada sentido puesto en un sitio y la cabeza volando por las nubes, trabajamos deseando que llegue la hora de irse a casa... ¿Por qué no aprovechar ese momento y explotarlo al máximo? Ya que estamos ahí, nos guste o no nos guste, ¿por qué no disfrutar y dar el cien por cien de nosotros mismos? Si he asimilado otra idea durante estos días -una idea sobre la que llevaba tiempo leyendo, sí, pero que no he comprendido vivencialmente hasta ahora- es que no existen ni el pasado ni el futuro: sólo existe el presente, este momento. El tiempo es un concepto tan abstracto que incluso me atrevería a decir que no existe.

El sábado fui a comprar a Mercadona y me quedé gratamente sorprendida con la cajera que me atendió. Con su mejor sonrisa, con movimientos delicados y perfectos, iba pasando un producto tras otro por el detector de códigos de barras. Miraba a los ojos a los clientes, recogía su dinero y les devolvía las vueltas sin perder su expresión de gratitud y felicidad. Hacía que todos salieran del supermercado con una sonrisa, aunque parezca una cursilada. Daba lo mejor de sí misma, hacía su trabajo de la mejor manera posible y eso creaba una energía positiva a su alrededor que se contagiaba a todo lo demás.

Últimamente me acuerdo de practicar lo mismo que practica la cajera de Mercadona. Esta mañana, como tantas otras, he ido a clase de spinning al gimnasio. No es que no me guste pedalear dentro de una sala enana llena de gente, pero la verdad es que preferiría estar haciendo otra cosa. Así que suelo ir sin unas ganas inmensas de hacer la clase. Sin embargo, hoy me he tomado la hora como una práctica del Mercadona y he decidido dar lo mejor que tengo en cada pedaleo, en cada movimiento. Y, ¡sorpresa!, he disfrutado con todas las canciones -incluso con las que no me gustaban-, me he superado a mí misma poniendo en la bicicleta más resistencia de la habitual y, de vez en cuando, me sorprendía a mí misma habiendo cambiado mi cara de sufrimiento por una sonrisa. Y lo mejor de todo es que, después de casi dos meses en ese gimnasio, la profesora me ha felicitado al final de la clase. ¿Casualidad?

Os animo a dar lo mejor de vosotros mismos en todo lo que hagáis. Escribid cada mensaje de Facebook como si os fuera la vida en ello, saboread cada bocado como si fuera el último, besad como si se acabara el mundo y sonreíd incluso a vuestros enemigos.

La revolución empezará con las sonrisas.

jueves, 21 de julio de 2011

¿Nos toman el pelo?


Ayer se produjo la noticia que muchos llevábamos tanto tiempo esperando: la dimisión de Francisco Camps como presidente de la Generalitat Valenciana. Después de casi dos años y medio dándole vueltas al caso Gürtel, negando una y otra vez haber recibido regalos a cambio de favores (algo que tiene un nombre: soborno) y apoyándose hasta la extenuación en Rajoy y en sus fieles y obstinados compañeros de partido, Camps sale de un Gobierno en el que, para qué mentir, todavía mucha gente confía ciegamente, a pesar de todas las evidencias que prueban las irregularidades cometidas en su seno.

Supongo que gran parte de esos leales seguidores se desinforma diariamente viendo Canal 9. Ayer, la segunda edición de su informativo daba la noticia de la dimisión de Camps de la siguiente manera:
La notícia política del dia és l'anunci de la dimisió de Francisco Camps com a president de la Generalitat. Una decisió, ha dit, presa voluntariament per a no perjudicar el PP i donar suport a Mariano Rajoy. Camps ofereix el seu càrrec per a fer possible que, amb un govern del PP, Espanya recupere la senda del creixement. Se'n va proclamant la seua innocència i amb la satisfacció d'haver treballat sense descans per l'interès de tots els valencians durant els 8 anys que ha estat al capdavant de la Generalitat, amb tres majories absolutes consecutives.
Atención a la frase en cursiva, por favor. ¿Acaso no es eso una descarada manifestación de adoctrinamiento político? Es innegable que esa oración presupone que, con un gobierno estatal del Partido Popular, España iría mejor económicamente. Bien, cada cual tiene su opinión y me parece respetable que haya quien crea tal cosa, pero un medio de comunicación -y más un medio público- anula cualquier ética periodística al dar por hecho que un determinado partido político gobernaría mejor que otro.

¿Y esa aseveración de que Camps ha trabajado por el interés de los valencianos durante sus mandatos? Permitidme que lo dude: el expresidente (qué bien suena esto, ¡por fin!) ha querido acabar con la lengua valenciana, tachando de fundamentalistas en más de una ocasión a aquellos que la defendemos y la valoramos; ha apoyado firmemente la prolongación de la avenida Blasco Ibáñez que, de llevarse finalmente a cabo, acabaría con una parte importante del barrio histórico del Cabañal; ha gobernado para los que más tienen, importando atracciones para los pijos y los ricos (Fórmula 1, hípica, vela, etcétera)... y ésta es sólo una muestra de una larga lista que todos sabríamos construir.

Obvia decir que Canal 9 no retransmitió ninguna declaración de miembros de cualquier otro partido que no fuera el PP, con lo que la noticia sobre la dimisión de Camps se teñía de un sólo color -azul- y destilaba un poco camuflado apoyo al expresidente, considerándolo explícitamente inocente.

Noticia, la de Canal 9, sin duda muy diferente a la que daba La 1 del mismo acontecimiento:
Francisco Camps ha presentado esta tarde su dimisión como presidente de la Generalitat Valenciana. Camps, que va a ser juzgado por aceptar regalos de la trama Gürtel, ha defendido su inocencia. Asegura que no han podido demostrar nada y que se va con menos de lo que llegó. Dimite cinco días después de que el juez abriera juicio oral contra él. Hoy ha sido un día de mucha tensión en Valencia. Dos de los procesados con él han llegado a admitir su culpabilidad ante el Tribunal para pagar la multa y evitarse el juicio. Y cuando se daba por seguro que el presidente de la Generalitat haría lo mismo, finalmente ha dimitido.
No hace falta comentar nada, ¿no? Se ve claramente que la noticia se ciñe a los hechos objetivos, traslada a los telespectadores las declaraciones de Camps y contextualiza los hechos. Lo que se llama un ejercicio periodístico muy adecuado. Ahora, volved a leer la noticia de Canal 9 y buscad algún rastro de objetividad y contextualización. Nada, ¿verdad?

A continuación, La 1 conecta en directo con las sedes del PP de Madrid y Valencia. Los periodistas enviados comentan el ambiente que se vive en ambos emplazamientos. Después, José Blanco, del PSOE, comenta la dimisión. Y esto sólo en el sumario: la noticia entera se puede ver aquí.

Esta mañana, en el programa Bon dia de Canal 9, han emitido varios vídeos que informaban sobre la dimisión de Camps. Todos estaban, en efecto, claramente manipulados y se mantenían lejanos a los hechos reales; uno en especial ha llamado mi atención. En una especie de repaso a la trayectoria de Camps, la periodista -si se le puede llamar así- enumeraba las hazañas del molt honorable. El conjunto venía a decir que, gracias a Camps, tenemos AVE, más turismo, hospitales nuevos, más investigación científica y tecnológica, etcétera. Además, según Canal 9 Camps es un entusiasmado defensor de la nostra llengua i les nostres tradicions. No encuentro el vídeo por ninguna parte, pero sin duda ha sido digno de ver. Muy emotivo, la verdad; a la locutora sólo le faltaba soltar la lagrimilla y llorar un ¡hasta siempre, benvolgut president!

En fin, ¿nos toman el pelo? ¿Qué hay que hacer para que cese esta atrevida manipulación? ¿A quién o a qué hay que quejarse? ¿Cómo queremos que en la Comunidad Valenciana gane otro partido que no sea el PP, si tiene a su servicio instrumentos tan eficaces de tergiversación de la información?

Por cierto, hoy El País publica lo siguiente
Todos, Rajoy y Cospedal incluidos, se fueron a la cama pensando que el president se declararía culpable. Rajoy y Camps hablaron también a última hora, y aunque ambos coincidieron en que la solución no era buena, decidieron seguir adelante. Nadie en los últimos días descartaba la dimisión del todo, porque veían a Camps muy tocado, pero le habían visto tantas veces resistir y resistir que no lo querían creer. Por eso se resolvió que se declaraba culpable. (...) El letrado de Camps, y por tanto no un hombre enviado por Génova sino alguien de su absoluta confianza, llegó a presentar en el tribunal el escrito en el que reconocía el delito y anunció que estaba a la espera de que su cliente viniera a firmarlo. (...) El juzgado anunció que el abogado de Camps había comunicado que el president se disponía a acudir para firmar el documento que había presentado su abogado, esto es para reconocerse culpable. Pidió así el favor de que ampliaran el horario de cierre. Le había costado mucho decidirse, pero parecía hecho.
Vayamos más allá de la dimisión de Camps. Pensemos qué le ha hecho cambiar de estrategia tantas veces durante estos últimos dos años. Reflexionemos sobre qué le llevo a reconocer, hace unos días, que podía haber recibido trajes -aunque como líder del PP y no como presidente de la Generalitat-. Analicemos qué relación extraña puede existir entre Rajoy y Camps para que el número 1 del PP haya defendido a capa y espada a su barón valenciano y no haya tomado ninguna determinación tajante en cuanto a su futuro político -que está y siempre ha estado en manos de Rajoy-. Reconozcamos la expresión estratega y ahogada en la cara de Federico Trillo mientras ayer escuchaba las palabras de despedida de Camps en el Palacio de la Generalitat.


Una última cosa: ¿no os llama la atención la poca credibilidad de Camps cuando se defiende de las acusaciones, la risilla nerviosa y de superioridad que se le escapa cada dos por tres, los ojos cansados que contrastan con las palabras de inocencia que salen de su boca, la blandura de sus gestos, su voz ahogada y sin proyección? ¿No son ésas pruebas suficientes para declarar a Camps culpable? Quizá no en ante la Justicia, pero sí ante nuestra inteligencia.

Para acabar, una recomendación: Canal 9 y los periodistas dobles.