jueves, 30 de junio de 2011

La barbarie de las granjas industriales y su extraordinaria rentabilidad

Hoy vengo a hablaros de un libro.

Éste es un documento que, una vez más, nos abre los ojos ante la realidad del control que ejercen la economía y los gobiernos. Un control que va más allá de lo democrático y de lo sano y por el que, debido al desconocimiento o a la indiferencia, nos dejamos arrastrar.

El libro en cuestión se llama Comer animales, y es del escritor estadounidense Jonathan Safran Foer. En sus más de 400 páginas Foer nos explica, con un estilo impecable y una claridad abrumadora, los mecanismos que conectan a las leyes con los mataderos, a los gobiernos con las cadenas de comida rápida. Si bien el libro se basa en la industria cárnica de Estados Unidos, los ejemplos y las conclusiones son extrapolables al resto de países desarrollados.


Foer, tras tres años de investigación y documentación, tras colarse en granjas industriales, tras hablar con ganaderos tradicionales y trabajadores de mataderos, expone sus tesis. Nos cuenta por qué consumimos la carne más barata de la historia, incluso teniendo en cuenta la inflación: los animales, manipulados genéticamente y atiborrados a hormonas y antibióticos, están fabricados para crecer desmesuradamente y vivir poco, lo suficiente como para que la cadena mortal de un matadero avance rápidamente y en contra de los ciclos naturales de estos animales. La industria prefiere animales enfermos y baratos, a pesar de tener sus carnes rebosantes de sustancias químicas y nocivas para la salud humana; también llenas de mierda y toxinas tras pasar por diversas secciones del matadero en las que los cuerpos se bañan en ríos de excrementos. Estos cuerpos, más tarde, no se purifican, y el inspector que decide si su carne es o no es apta para el consumo dispone de un segundo por pollo, pavo o cerdo para dar su veredicto.

Se evocan de forma tan viva los horrores diarios en las granjas industriales y se evidencia de forma tan convincente la responsabilidad de los dirigentes del sistema que cualquiera que haya leído el libro de Foer y continúe consumiendo los productos de la industria, o no tiene corazón, o es impermeable a la razón, o ambas cosas. J.M.Coetzee

El autor, vegetariano desde que conoció los horrores que esconde la industria de la carne, recoge también testimonios de antiguos trabajadores de granjas industriales (estas granjas son la regla hoy en día. Si continuáis pensando que los animales viven libres por los pastos hasta la hora de su muerte, estáis muy equivocados: ahora un pollo tiene apenas 20 centímetros cuadrados para moverse durante toda su vida. Los animales viven en naves demasiado pequeñas junto con decenas de miles de especímenes, lo que los lleva al canibalismo, a picotearse o morderse entre ellos, a morir desamparados bajo las patas de sus hermanos y a llevar una vida penosa en la que, con suerte, verán la luz del sol una sola vez).

He aquí unas frases de alguien que trabajó en un matadero:

Una vez que la pistola de perno cautivo estuvo rota todo el día, les cortaban la parte trasera del cuello a las vacas con un cuchillo mientras aún estaban en pie. Caían, temblando. Y las pinchan en el culo para que se muevan. Les parten el rabo. Les propinan enormes palizas... Y las vacas gritan con la lengua fuera.
Es tan difícil hablar de esto. Estás sometido a un estrés tremendo, a toda esta presión. Y ya sé que suena horrible, pero yo les he dado descargas eléctricas en los ojos. Y durante un rato.
Dicen que el olor a sangre en el foso de desangrado te vuelve agresivo. Y así es. Te dices que si ese cerdo te da una patada, tú harás lo mismo. Vas a matarlo, pero eso no basta. Tiene que sufrir... Le das fuerte, lo empujas con fuerza, sacudes el tubo, haces que se ahogue en su propia sangre. Le partes los morros. Hubo un cerdo que corría por el foso. Me miraba y yo le sostenía la mirada; al final cogí el cuchillo y zas, le saqué el ojo mientras lo tenía ahí delante. Y el cerdo se limitó a chillar. Una vez cogí el cuchillo, que estaba bastante afilado, y le rebané el extremo del morro, como si fuera una loncha de jamón. El verraco se puso como loco durante unos segundos. Luego se quedó quieto, como si fuera idiota. Así que cogí un puñado de salmuera y se la eché por el morro. Entonces sí que se volvió loco, rozando la nariz por todas partes. Aún me quedaba un poco de sal en la mano y se la metí por el culo. El pobre cerdo no sabía si cagar o quedarse ciego... Y yo no era el único en hacer cosas de ésas. Uno de los tipos con los que trabajo los persigue hasta hacerlos caer en el tanque de escaldado. Y todos (todos los que trabajan en el matadero) llevan tubos para golpear a los cerdos. Y todo el mundo lo sabe, es de dominio público.
¿Creéis que esto constituye una excepción en el mundo de las granjas? No. Según un estudio que el autor pone a nuestro alcance, en un 25% de las granjas ovinas estadounidenses se dan este tipo de maltratos (que se sepa). Foer nos plantea una pregunta: "Si supierais que uno de cada mil animales sufrió las barbaridades que se acaban de describir, ¿seguiríais comiendo carne? ¿Y si fuera uno de cada cien? ¿O uno de cada diez?".

Obviamente, los gobiernos están al tanto de estas atrocidades. También lo están de todos los medicamentos y hormonas que se administran a los animales para que den la mayor cantidad de carne en el menor tiempo posible y así sean más rentables. Entonces, ¿por qué nos lo esconden? ¿Por qué es prácticamente imposible visitar una de estas granjas industriales? La respuesta está clara, ¿no? Si todos tuviéramos acceso a estos mataderos, probablemente dejaríamos la carne o reduciríamos su consumo tras ver con nuestros propios ojos el inhumano sufrimiento que padecen unos animales que han nacido sin otra función que servirnos de alimento. Y eso no conviene a los gobiernos de países cuyas economías son sostenidas, en gran parte, por el consumo de carne, por los restaurantes (tanto en los de comida rápida como en los que no lo son) y por la industria farmacéutica.

Foer afirma que "unos estudios recientes y fidedignos realizados por Naciones Unidas y por la Comisión Pew demuestran de manera concluyente que, globalmente hablando, los animales de granja contribuyen más al calentamiento global que el transporte [...] Los datos más actualizados cuantifican incluso el papel de la dieta: los omnívoros contribuyen siete veces más a los gases con efecto invernadero que los veganos". Para acabar, una de sus reflexiones:

Aquel que come regularmente productos animales procedentes de granjas industriales no puede llamarse a sí mismo ecologista sin disociar la palabra de su significado.

(Si os interesa el tema del maltrato animal en las granjas industriales, os recomiendo el documental Earthlings. Es duro, pero todo lo que nos hace cambiar de hábitos y provoca un vuelvo en la conciencia por hacernos partícipes de la realidad, lo es.)






martes, 28 de junio de 2011

Asco de política

En días como hoy me sorprende cómo algunos (no todos) presentadores de informativos pueden mantener una expresión neutra e impasible cuando dan ciertas noticias.

Hace unos minutos veía las noticias de la 1. Tengo temporadas en las que no me informo en absoluto, lo confieso, y si lo hago es a través de periódicos en papel o digitales. En otras, me vicio a los informativos. Me basta con ver uno para engancharme y quererlo ver al día siguiente.

En fin, a lo que iba. Después de los titulares, la gran Ana Blanco ha presentado la noticia más importante del día, por lo que parece: el debate sobre el estado de la Nación. La palabra "noticia" la he puesto en cursiva porque eso, de novedad, tenía poco: presidente divagando y obviando la realidad, parlamentarios del PSOE aplaudiendo, parlamentarios de otros grupos políticos inmóviles, portavoces de la oposición criticando el discurso del presidente, portavoz del PSOE poniendo por las nubes ese mismo discurso. ¿Cuántas veces hemos visto, leído, o escuchado lo mismo sobre las sesiones del Congreso de los Diputados?

La Cámara Baja de este país se ha convertido en un espacio similar al patio del colegio: hay bandos que no se mezclan ni se miran, hay protagonistas que atacan y ridiculizan al niño que le pegó ayer y hay un moderador que hace el papel del profesor que intenta poner orden, sin éxito, en medio de un montón de descontrolados chiquillos. El ingenio infantil se premia con los aplausos de los amiguitos del paridor de la ocurrencia, y los aludidos gesticulan indignados o permanecen como rocas tragando saliva amarga. He aquí un ejemplo que fue celebradísimo por mucha gente pero que a mí, honestamente, me hizo replantearme la (más o menos favorable) opinión que tenía sobre Rubalcaba:


Yo no digo que la política tenga que ser algo extremadamente serio o grave, o que no haya que tomársela con una pizca de un humor que a todos nos alegra la vida. Sin embargo, me es inevitable preguntarme si realmente es ético y aceptable que todos, con nuestros impuestos, estemos pagando sueldos a personas que se dedican a aparecer de vez en cuando por un Parlamento en el que se dedican a tirarse los trastos a la cabeza los unos a los otros, sin proponer soluciones o sin cooperar para caminar juntos hacia una mejora de todos y no sólo de unos cuantos privilegiados que buscan, a toda costa, perpetuarse en el poder.

Porque eso es lo que quieren: sentar sus acomodados culos en esos sillones de piel durante el mayor tiempo posible. No quieren gobernar para el pueblo sino, de forma indirecta, gobernar para sí mismos: aprobar medidas "populares" que fuercen al ganado a darles su voto en las elecciones siguientes. ¿Si no por qué el Gobierno ha anulado, sólo tres meses después de firmarla, la ley que prohibía a los vehículos circular a más de 110 kilómetros por hora? Ah, claro, es que el combustible ha bajado de precio: ahora que los bancos y la economía volverán a salir ganando, anulemos una disposición que ha evitado numerosas muertes y ha contribuido a reducir la contaminación. Porque lo único que importa es el dinero y retomar medidas que nos aseguren el triunfo en los próximos comicios. 

La verdad es que no me interesa lo más mínimo lo que haya dicho hoy Zapatero en el Congreso. Lo que me indigna es la actitud de los políticos hacia sus palabras: los socialistas, sin excepción, se levantan de sus asientos y aplauden enforverecidamente, al margen de si el discurso les ha gustado o no. Es lo que tienen que hacer. Forman parte de un partido, de un sistema: siguen sus dictámenes ciegamente y anulan su individualidad. Los opositores, lo mismo: seguro que a bastantes les ha parecido adecuada la comparecencia del presidente, pero oh Dios mío, ¿quiénes serían si osaran levantarse a aplaudir? ¿Traicionar a su masa ideológica? Eso nunca. No vaya a ser que me expulsen y mi sueño de llegar a controlar un 0,01% del país se vaya al garete.

Y los medios de comunicación dan, día tras día, noticias como ésta. Uno de los criterios que debe cumplir una noticia es tener algo de novedad. Así que noticia será cuando Rajoy se trague el orgullo y aplauda a Zapatero, cuando este último admita ser humano y haberse equivocado en alguna de sus obras o declaraciones, o cuando Gobierno y oposición cooperen para corregir los errores cometidos. Hasta entonces, ¿qué tenemos? ¿Viejicias?

jueves, 23 de junio de 2011

Feng shui en mi habitación

Después de varios días arreglando mi cuarto, me es inevitable preguntarme cómo, de una habitación de apenas 10 metros cuadrados, pueden salir cinco bolsas grandes de basura y tres de objetos para regalar a quien puedan interesarles. ¿Adivináis cuántas bolsas de cosas que quiero conservar he sacado?


Una. Y ni siquiera llena.


Hasta ahora siempre que había ordenado mi habitación me había limitado a eso, a ordenar. Quitar todo de su sitio original y recolocarlo, simplemente. Vaciar los cajones llenos de recuerdos de años y años y de papeles de chicle y volver a meterlo todo con una distribución diferente.

Esta vez, y siguiendo el principio del vacío del feng shui según el cual si no desechamos objetos no nos puede venir nada nuedo (una mera cuestión de espacio, como veis), me propuse tirar o dar todo aquello que, a ciencia cierta, no volveré a utilizar nunca. Adiós a mi colección de muñequitos del huevo kinder, adiós a mis cientos de cedés pirata que nunca he escuchado, adiós a las innumerables cajitas que no guardan nada. ¡Hasta nunca, horribles regalos que conservaba por educación! ¡Hasta más ver, auriculares de la renfe de usar y tirar!

Aunque no he acabado de apañar mi cuarto, ya se respira otra energía en él, más limpia y fluida. Al contrario de lo que cabía esperar, deshacerme de tanto estorbo ha sido más una liberación que un suicidio nostálgico. Cada lanzamiento de objeto al contenedor se ha traducido en un peso menos en mi memoria.

miércoles, 15 de junio de 2011

Cirugía a precio de saldo

Esta tarde iba paseando por el centro de Valencia tranquilamente, cruzándome con decenas de personas de todo tipo: altos, bajos, gordos, delgados, rubios, morenos, unicejos, pecosos… En fin, que ante mis ojos desfilaba una millonésima fracción del amplio muestrario humano, que como todos sabemos está formado por incontables razas, tallas, alturas, colores y formas. De repente, un semáforo en rojo: freno y, delante de mí, en un cartel verde y negro y de considerables dimensiones colocado en un escaparate, leo: PROMOCIÓN DEL MES: BÓTOX 80€ POR ZONA. Como imaginaréis, el escaparate pertenecía a una de esas pseudo-clínicas de estética que últimamente proliferan por ahí. Y digo pseudo-clínicas porque una gran mayoría de ellas se encuentra regentada por pseudo-cirujanos que se sacan el título de inyector de bótox (o vete a saber de qué) en dos meses con un examen a distancia. O eso, o en los últimos tiempos los cirujanos están saliendo muy mal preparados de las facultades de medicina (y no sólo técnica, sino éticamente).

Nos adentramos cada vez más en una época en la que la cirugía estética está al alcance de cualquiera. Ya ni tenemos que ahorrar para quitarnos esa arruga que nos quita el sueño, o para subirnos el culo unos centímetros. Después de ver ese enorme cartel redondo incitándome a transformar mi cara, ha sido inevitable preguntarme cuántas de las personas con las que me iba cruzando por la acera se habrían hecho algún que otro arreglillo en la cara o en el cuerpo. Resulta que ahora vas a depilarte y tu esteticién de toda la vida te ofrece una inyección de bótox por diez euros más. Con estos precios ¿quién va a decir que no?


Bajo todo este asunto subyace una realidad que muchos se empeñan en ignorar: la baja autoestima y la inseguridad son las causantes de esta fiebre por la perfección. Una perfección que ni siquiera existe como ideal universal y eterno, sino que viene dictada por los cánones de la moda del momento que los medios de comunicación esparcen por ahí. ¿Quién dice que unas piernas largas y estilizadas son más estéticas que unas cortas? Me pregunto a quién se le ocurrió que la mujer ideal tiene que tener una cintura de avispa, unas caderas inexistentes y unas tetas desbordantes (y todo eso a la vez, por supuesto). Sé que este tema está más que trillado y que todos nos hemos quejado de los dictámenes de la moda alguna vez, pero analizarlo me lleva a redescubrir la inmensidad de la estupidez humana. 

Lo que quizá muchas de las personas que se “operan” de cirugía (o pseudo-cirugía) estética no saben es que existe un trastorno mental llamado dismorfofobia. Quienes lo padecen perciben un pequeño “defecto” como monstruoso y amplificado al cien por cien. A veces, esa anomalía (según la concepción estética de la sociedad, claro) ni siquiera existe, sino que es totalmente imaginaria. La obsesión por sus imperfecciones puede llegar hasta extremos en los que los dismórficos se nieguen a salir de casa, experimenten una terrible ansiedad con sólo imaginar o ver sus supuestos defectos, ideen innumerables estrategias para camuflar aquello que les quita el sueño e incluso, en casos límite, se suiciden. Muchos (aunque no todos) de los enfermos de trastornos de alimentación (anorexia, bulimia, trastorno por atracón, etcétera) padecen, además, dismorfofobia, y es ésta la que les lleva a concebirse como seres tremendamente obesos aunque estén en los huesos.
 
Otra de las soluciones que adoptan de vez en cuando los dismórficos es recurrir a la cirugía estética. Después de pasar por el quirófano (qué expresión más sobada) el operado, claro está, sigue viéndose mal, porque el problema no está en su cuerpo sino en su mente. Algunas personas que tienen este trastorno llegan a operarse una veintena de veces sin notar ningún cambio a mejor, algo que contribuye a aumentar el pánico a ver su propia imagen reflejada en un espejo. Lo que me parece increíble de esta historia es que haya cirujanos que accedan a operar a alguien que no tiene, objetivamente, ningún defecto, o en caso de tenerlo es imperceptible para los demás. Algunas voces han sugerido que se exija a los pacientes de cirugía estética un informe psiquiátrico antes de la operación, para asegurar que no sufre de baja autoestima o depresión (factores que pueden explicar la dismorfofobia). Pero ¿cómo adoptar esta medida, si ya no se sabe qué es una clínica de cirugía estética y qué no lo es? ¿Si cualquiera con el graduado escolar puede encontrarse al cabo de dos años inyectando bótox a cuarenta personas cada día? Un buen día abren al lado de tu casa una peluquería y a la semana también ofrecen depilación por láser a precio de ganga.

Jocelyn Wildenstein, ¿ejemplo de dismorfofobia? Más de 30 operaciones de cirugía facial en treinta años.

Con esta obsesión por el físico, por retocarse hasta el último milímetro escondido de la piel, y de la que casi nadie se libra, no me extraña haber oído conversaciones como la de hoy.  Unas horas antes de mi encuentro con la oferta de bótox, también por el centro de la ciudad, una voz detrás de mí se quejaba: “Tía, es que mira que se lo digo a mi madre, y no me entiende. Es que tengo mucho, mucho, mucho complejo con mis tetas. Y yo se lo digo y no me hace caso. Si yo lo único que quiero es que me pague un implante…”. Asombrada, me he girado a ver de dónde procedían los lamentos y sí, señores: de una adolescente que no llegaría a los 15 años. De la ocupante de un cuerpo sin formar, que sueña con que le introduzcan dos quilos de silicona para traducirlos en felicidad. ¿Pero será esa felicidad duradera, real? ¿O será efímera, evanescente?

lunes, 13 de junio de 2011

Manipulación informativa

Una de las actitudes que más me llama la atención de la gente que estudia, como yo, la carrera de Periodismo, es la de estar dispuestos a venderse a cualquier precio a una cadena que manipula descaradamente la información. Estoy hablando, concretamente, de Canal 9, la televisión pública de la Comunidad Valenciana. Pero este ejemplo puede extrapolarse a cualquier medio de comunicación que, movido por intereses económicos, políticos o de cualquier otra clase, dirija su línea editorial hacia puertos tan inverosímiles como vergonzosos.


Comencé a pensar en esto en una clase de Teorías de la Comunicación. Se abrió el debate de si los periodistas son, o no son, marionetas de los mandamases de los periódicos o televisiones en los que trabajan. La opinión generalizada era que sí, obviamente; eso no me sorprendió. Lo que sí lo hizo fue la actitud de derrotismo hacia dicha realidad, y la convicción de la mayoría de que cualquier periodista en paro haría lo mismo que todos los demás: servir a un medio que juega con la ignorancia de las personas para favorecer unos intereses económicos o a un partido político. Algunas personas presentaron esta opción de vida como si fuera la única, como si no nos quedara otro remedio que aceptar un trabajo en el que, aun en contra de tus principios, resuelves manipular a la opinión pública. 

Luego, claro está, son estas personas las primeras que van a una manifestación en contra de la política informativa de Canal 9.


Aquí se nos plantea un dilema moral con dos salidas posibles: la primera, aceptar el contrato de trabajo en determinado medio que, además de manipular la información, lo hace en la dirección contraria a tu ideología (que, al menos, si lo hiciera a favor de ésta… aunque tampoco lo justificaría, en ese caso); la segunda opción, rechazar el contrato y seguir viviendo con tus padres o llevar a tus hijos a cenar a un comedor de la caridad. A primera vista, ésas son las alternativas que nos quedan. Sin embargo, yo me pregunto: ¿seguro que no hay alguna otra más allá de lo aparente? ¿De verdad que si no buscamos (no más, sino de otra manera) a fondo no encontraremos otras posibilidades? ¿Realmente sólo nos queda estar al servicio de los  tres tiparracos de turno que monopolizan la información?

Una de las premisas de la técnica de la “especificación de objetivos” de la PNL es que cada meta que nos marcamos ha de ser ecológica. En este sentido, ecológico significa que me beneficie tanto a mí como a mi entorno. Si lo aplicamos al tema del trabajo en los medios de comunicación, podemos ver claramente que pocos deciden su ocupación teniendo en cuenta a su entorno. Aceptamos un trabajo en el que nos explotan, nos mal pagan y, en el que, además, nos obligan a contar la realidad desde una perspectiva distorsionada, y lo hacemos porque lo primero es nuestra hipoteca, nuestro plato en la mesa dos veces al día y nuestro paquete de tabaco diario. Conseguimos una felicidad vítrea a cambio de jugar con las conciencias de miles de personas que ven el informativo acríticamente y se dejan influir por cada coma fuera de sitio. Nuestra comodidad viene dada en detrimento del adormecimiento de los demás. Pero preferimos no pensar en eso, y el sueldo (escaso) a finales de mes nos hace olvidar. Desde luego, lo último que hacemos es pensar en nuestro entorno inconsciente e ignorante al que estamos contribuyendo. ¿Ecología? Ninguna.

Tachadme de idealista, pero me parece clave para el futuro del periodismo (y de la sociedad) que los estudiantes empecemos a plantearnos si realmente queremos ser esclavos de unos medios que nos utilizarán para manipular las mentes de los demás. ¿De verdad creemos, con 20 ó 21 años, que no nos queda más remedio que arrodillarnos ante ellos? ¿Podemos mantener la coherencia si nos quejamos de Canal 9 cada dos por tres, pero luego nos encomendamos a dicha cadena cuando nos ofrece una miseria a cambio de nuestros servicios? 

Me sigue pareciendo increíble que jóvenes estudiantes en los primeros veinte años de su vida den esta lucha por perdida. No me cabe en la cabeza que haya quien, a cambio de su comodidad personal, acepte trabajar en una revista para adolescentes escribiendo sobre estrategias para conquistar al chico de tus sueños o acerca de los trucos para tener una piel perfecta (¿quién no la tiene a los diecisiete años?). O quien se rinda ante la atracción del dinero y tergiverse reiteradamente la información contribuyendo así al aborregamiento general.

¿Cuántas generaciones más de jóvenes periodistas harán falta para que cambie la conciencia profesional y nos neguemos a ser simples títeres de la manipulación informativa? Para hacer bien nuestro trabajo, sea el periodismo o cualquier otro, es imprescindible mirar más alto del nivel en el que nos encontramos. Para informar correcta y justamente no debemos pensar en nuestra cuenta corriente, sino en cómo influirá la noticia que estamos redactando en la conciencia social. Nos conviene tener siempre en mente la ecología, trascender las cuatro paredes de nuestra casa e ir más allá de lo que podemos tocar. Nos conviene darle un sentido, un significado a lo que hacemos. Sólo así cambiaremos el panorama actual.

Un organismo que sólo piensa en función de su supervivencia destruirá, invariablemente, su medio ambiente y, por consiguiente, se destruirá a sí mismo. Eduard Punset

domingo, 12 de junio de 2011

La revolución empieza en ti

Qué fácil es no actuar y excusarse argumentando que una pequeña acción local no ayudará a cambiar el desencantado mundo que nos rodea y que los medios de comunicación se encargan de publicitar: crisis, hambre, muerte, guerras, egoísmo, inconsciencia… las injusticias y los disparates humanos pasan por delante de nuestros ojos día tras día, y no ya en las páginas de los diarios sino en nuestra ciudad, en nuestra calle, en la puerta de al lado y en nuestra propia casa. Algunas veces no vemos las incoherencias que nos rodean; en la mayoría de ellas sí las notamos, pero nos hacemos los locos. A mí que me dejen tranquilo: yo sólo quiero tener un trabajo estable, un pisito tranquilo y un sofá cómodo en el que tumbarme cada noche enfrente del televisor a olvidarme de lo insulsa que es mi vida. Aunque, claro, cada uno de nosotros se esfuerza en disfrazar ese vacío existencial hasta que, de tan maquillado que lo tenemos, nos olvidamos de que está ahí. Pero está latente. Preparado para explotar ante el mínimo estímulo que nos grita: ¡REACCIONA!

Acallamos nuestra conciencia yendo a manifestaciones, donando cinco euros mensuales a una ONG, quejándonos del Gobierno con nuestros amigos mientras nos tomamos una cerveza. Algunos ni siquiera hacen nada de eso. Su ceguera es total: de tanto taparse los ojos, éstos se han dado la vuelta en sus cuencas. Otros, en quienes todavía queda un resquicio de conciencia, se embarcan en grandes proyectos para cambiar el mundo y viajan a las antípodas a “ayudar” a otros para sentirse menos mal. Viajan miles de quilómetros (o su dinero viaja miles de quilómetros) para olvidarse de que su casa, su familia, su propia existencia, es lo que va mal. Regalan abrazos a desconocidos en la plaza más céntrica de la ciudad, y al entrar por la puerta de su hogar ni siquiera saludan. Se meten voluntarios en una asociación de ayuda a víctimas del maltrato, pero cuando una conocida les dice que su pareja no quiere que siga manteniendo una relación de amistad con cualquier hombre se callan para no parecer entrometidos o maleducados. O incluso radicales.

Tenemos la idea de que los grandes cambios se producen con grandes acciones. Es evidente que las acciones a gran escala (como, por ejemplo, las acampadas del 15M) ayudan a abrir un poco más la conciencia de un importante número de personas. Perdidos en la vorágine de la solidaridad y la búsqueda de fórmulas para parecer mejores personas (pose que, con las redes sociales, cobra una mayor visibilidad pues cualquiera puede publicar una foto suya en la última manifestación) nos olvidamos de nuestro entorno, del entramado de familiares, amigos y conocidos que a menudo están atrapados en esquemas de pensamiento perjudiciales que les impiden ver más allá de sus creencias (obsoletas) y sus limitaciones (ficticias).

Nos callamos ante las aberraciones que nos expresa nuestro entorno. Miramos para otro lado, nos rendimos. Pensamos: “ya cambiará”. Sabemos que detrás de esas ideas hay una serie de conexiones que necesitan una reconstrucción integral. ¿Quién de nosotros no ha escuchado de la boca de alguien cercano que su pareja es celosa, y que eso significa que le quiere más? ¿Cuántos de nosotros, a pesar de reconocer que esa idea es destructiva y anticuada, y que necesita ser desterrada del pensamiento colectivo, han asentido con la cabeza y han escondido su opinión? 

¿Y cuántos de nosotros hemos participado en las manifestaciones del 15M, hemos dado nuestra cara para que la relación entre los líderes políticos y el pueblo sea más honesta y sana, y no somos capaces de conseguir eso ni con nuestros compañeros de piso? ¿Cuántos donamos dinero a organizaciones ecologistas y luego tiramos las colillas al suelo? 

La creencia de que el cambio empieza con una acción exorbitante está pasada de rosca. Hay que darle una vuelta de tuerca, o dos, o tres. Nos conviene reemplazarla por otra que nos ayude a abrir las conciencias de nuestro entorno, a propagar la coherencia entre ideas y actos, a expandir la “buena vida” libre de limitaciones autoimpuestas y creencias insanas. Piensa globalmente, actúa localmente. Cambiaremos el mundo si empezamos desde nosotros mismos.

Y con esa motivación nace este blog, que puede entenderse como una segunda parte de La Percepción Consciente pero más elaborado (tanto en las futuras entradas como en el futuro e inminente diseño). Empieza en pequeñito, para poner mi granito de arena en el cambio de conciencia de mi entorno y de un entorno más amplio a medida que el blog vaya creciendo. Os animo a participar en él y a crear un debate constructivo en cada post.

Recuerda: la revolución empieza por uno mismo (Osho).