miércoles, 26 de octubre de 2011

Primeras lluvias en Lisboa

En Lisboa ya llueve. Las nubes llegaron el domingo por la mañana, formando un manto inquebrantable en el cielo. Yo estaba corriendo por la orilla del río cuando empezaron a caer las primeras gotas. Al principio, suaves, benévolas, como si me advirtieran del diluvio que las seguiría. El rumor de sus impactos contra mi camiseta quería decirme "¡corre, vete a casa!". Al cruzar la puerta, el cielo se abrió y liberó toda el agua que había almacenado durante dos meses. A los cinco minutos llegó Johann con la bici entre las piernas; al menos le había dado tiempo a comerse un helado.

Me recogí en el amplio sofá de la buhardilla con un libro -"Me llamo Rojo"- y el periódico del día. La edición había fallado y faltaba el suplemento "Domingo". Me quedé sin crucigramas, pero me ventilé media novela. Vestía, por primera vez desde que llegué a Lisboa, un suéter de manga larga; una manta deshilachada cubría mi cuerpo. Johann subía de vez en cuando y, mirando al río a través de la cristalera, se lamentaba porque el día siguiente sería el primero de muchos en el que no podría desayunar en la terraza.

Las ventanas del techo se convirtieron en cataratas que arrastraban polvo, arena mojada e insectos muertos. La negrura de la noche nos cubrió más temprano que nunca. Johann y yo leíamos; yo me acordé de mi madre y encendí la lámpara que tenía al lado para poder ver. Él continuó descifrando palabras a oscuras.

El viento fue ganando fuerza y rabia y golpeaba la casa desde los cuatro puntos cardinales. A veces parecía que unos enormes cubos de agua fueran vertidos sobre los cristales. Evocaba todo el rato esas noches de tormenta en las que me levantaba de la cama, confusa y asustada, y bajaba al patio corriendo para comprobar que mi gata no había volado con el viento. Aquí sí volaron cosas: la mesa viajó varios metros por la terraza hasta estamparse contra una de sus paredes, y una silla amaneció al día siguiente en el tejado. Adamastor estaba enfurecido.

No eran ni las doce de la noche cuando me metí en la cama. Pensaba dormir en el sofá de la buhardilla, pero el vigor de la ventisca me disuadió. El lunes la luz clara de Lisboa volvía a monopolizar la atmósfera. Durante dos días la lluvia nos dio una tregua. Hoy cualquier esperanza de ver el sol es una ilusión ingenua. El viento y la lluvia han vuelto a confabularse para retenernos en nuestras casas, apartados, solos. Como si fuera el momento de reflexionar después de casi dos meses de vida paralela.

No tengo paraguas, ni chubasquero, ni zapatos que me aíslen de los charcos que se forman en las calles llenas de boquetes de esta ciudad. Por primera vez, hoy echo verdaderamente de menos a mi familia y a mi casa -la una implica la otra-. Tengo saudades que plasmaría en un fado si supiera componerlos o cantarlos. La lluvia me obliga a darme cuenta de que la burbuja en la que habito, aunque es una parcela de fantasía, ocupa un espacio del vasto bosque de la realidad.


Tras casi dos meses de sentimientos al límite, la oscuridad que ha traído la lluvia me ha ayudado, paradójicamente, a aclarar mi corazón. Dentro del agradecimiento y de la felicidad que me provoca el hecho de ser quien soy y estar donde estoy, hay descubrimientos que me entristecen inevitablemente. Me doy cuenta de que las personas no paramos de huir de nuestras vidas en busca de experiencias diferentes cuando, muchas veces, ni siquiera hemos acabado de vivir las que tenemos más a mano. Andamos a la caza de personas a las que querer sin haber demostrado nuestro amor por nuestra gente más próxima. Exploramos ciudades desconocidas sin conocer la nuestra a fondo. En fin, emprendemos búsquedas agotadoras para llegar una y otra vez a la misma conclusión, que nos golpea en la cara y se repite como una cantinela diabólica: siempre hemos estado solos, y siempre estaremos solos.

lunes, 17 de octubre de 2011

La luz de Lisboa

Lisboa ofrece una paleta de colores amplia y variable. La luz cambia rápidamente durante el día, y también entre los días: los tonos de la ciudad se renuevan cada veinticuatro horas, aunque para advertir esos pequeños cambios hace falta estar muy atento.

Los blancos de las primeras horas de la mañana, cuando el metro despierta y los primeros trabajadores salen de sus casas sin desayunar. La luz que cae en picado desde el cielo choca contra los edificios de anchas ventanas y se instala en ellas, contribuyendo a templar las casas en este octubre extrañamente caluroso. La niebla flota sobre el río.

Pero se evapora pronto, o quizá la engulle el agua, cuando la luz que era blanca se convierte en dorada y se abre paso entre las calles. Al proyectarse sobre sus adoquines dota a la ciudad del color intensamente anaranjado de mis veranos en la Mancha. En Lisboa la sombra es de un tono diferente, e incluso parece tener brillo propio.

A las tres de la tarde el pintor del cielo nos muestra de nuevo su talento y deja caer sobre la ciudad litros y litros de mil azules distintos. Los amarillos se suavizan para apagarse al fin. El río y el cielo se funden de tal manera que es imposible determinar dónde acaba uno y dónde empieza el otro. Las casas adoptan un color celeste y los azulejos de algunas de ellas reflejan la tranquilidad del aire. En los rostros de los lisboetas se percibe la resaca de la luz de la mañana.

Ahora, el sol comienza a caer a las siete de la tarde. Lisboa parece apresurada cuando, mientras nuestra estrella viaja hacia otros continentes, la luz se mueve sin cesar, como perdida y atontada, por los edificios, los callejones, las plazas, los parques, las avenidas. Un púrpura azulado se adueña de la ciudad y con él llegan los mendigos, que salen de sus escondites. Las palomas se refugian donde nadie pueda encontrarlas, llevándose las sombras que sus pequeños cuerpos crean en el asfalto. El cielo, desde el río, se mueve entre rosas y violetas.


Y en la noche los colores no son negros, ni siquiera grises oscuros. La luz continúa almacenada en las fachadas de las construcciones pombalinas, en el interior del metro, en todos los árboles de la ciudad. Los cigarrillos alumbran más que unas farolas que se me antojan totalmente prescindibles. Si las quitaran, si hubiera un gran apagón, Lisboa continuaría brillando con su propia luz.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Una nueva familia

A punto de cumplir un mes en Lisboa, un mes de erasmus. La ciudad cada día me parece más bella. Redescubro por la tarde calles que transité por la mañana durante los primeros días y me sorprendo, porque, con la ausencia de luz natural, emanan una calidez y un encanto que me hacen dudar de si prefiero Lisboa de día o Lisboa de noche.

La vida de Lisboa es pausada pero dinámica, tranquila e impredecible. Uno encuentra sorpresas detrás de alguna esquina, por cualquier calle angosta o a las seis de la mañana en Bairro Alto. Los perros pasean sueltos por las calles y a nadie le molesta, brigadas de policía hacen altos en medio de la rua para fumar, las novatadas universitarias son oficiales y duran un año entero. Hay pueblos escondidos en medio de la ciudad, separados del centro sólo por tres calles. El metro se va llenando de caras que ya he visto otras veces en sitios diferentes. Los turistas -los muchos turistas- me preguntan dónde está la Praça do Comércio o Largo da Trinidade. Me hacen sentirme portuguesa.

La ciudad entera está por descubrir todavía. Cada paso que doy en ella me ayuda, también, a descubrirme a mí misma. Irte de erasmus te permite empezar de cero, inventarte otro yo si te viene en gana. Nadie -o casi nadie- te conoce; nadie sabe tus límites ni el papel que interpretas en tu país, en tu ciudad, con tu familia y con tus amigos. Hay tantas personas que, si a alguna no le gustas, habrá otras doscientas dispuestas a conocerte. Así que eres como eres: no finges, no actúas, no piensas de forma recurrente si lo que vas a decir será correcto o si caerá bien. Y vas y te das cuenta de que nadie se ríe de ti en tu cara y de que nadie huye despavoridamente de tu lado. No gustas a algunos, pero descubres que eso no supone un trauma en tu vida.

Aquí he conocido -y estoy conociendo- a gente muy auténtica. Me miran a los ojos cuando me hablan y, aunque sepa que ésa no es señal de que están diciendo toda la verdad, sé que lo están haciendo. La honestidad se aprecia en sus palabras. No hacen algo si no quieren hacerlo, no dicen que les gusta algo si en realidad no les gusta. El estado de relax que caracteriza a quienes se trasladan a un lugar en el que nadie les conoce reluce en sus caras, en su pose, en su forma de caminar.

Y poco a poco se va creando ese repertorio de expresiones y bromas privadas que toda pequeña comunidad posee. Palabras que nacieron de confusiones lingüísticas -¡un pringado, por favor!- y anécdotas que salen a colación durante alguna tarde en un café o alguna noche tomando una amarginha en Luís de Camões. Y cada uno va eligiendo sus planes estrella, los bares que visitará durante las madrugadas y las calles por las que paseará las tardes de entre semana. Y vamos conociéndonos, descubriendo las preferencias culinarias de Xavi, la música que escucha Carmela, las manías de Ana y Jaya en cuanto al peinado que llevan y el lenguaje hilarante de Bernat -"una hamburguesa lo peta!"-.

Porque Lisboa es preciosa, pero sin todos ellos perdería su luz.