Cuando se despertó el 24 de noviembre de 2011, João Pereira
vio el mundo por primera vez.
Al principio pensó que estaría soñando. Al contrario de lo
que la gente solía creer, algunos ciegos de nacimiento asisten en sueños a las
mismas sucesiones de inverosímiles imágenes que aquellos que ven. Durante el
día, el subconsciente de João almacenaba sonidos –la voz de mujer que anunciaba
las paradas en el metro, el cantar de las gaviotas a la orilla del río Tajo-,
olores –a castañas asadas en invierno, a sudor concentrado los días de calor- y
sabores –el afrutado vino blanco del Alentejo y el fuerte café solo de las
mañanas-, sensaciones todas que más tarde su cabeza traduciría libremente en
imágenes llenas de colores a los que João pensó que nunca podría bautizar.
Sobrecogido, descubrió que quizás al fin podría hacerlo. Los
colores que se le echaron encima al abrir los ojos no eran iguales a los que
veía por las noches. El tono las paredes de su habitación era más intenso que
cualquier otro que hubiera soñado antes. Por la ventana entraba una luz tan
nítida y brillante como nunca la habría podido imaginar. João se destapó y se
sentó en la cama; lentamente colocó las manos a la altura de sus ojos y las
miró, viéndolas. La verdad, no tenían el aspecto que él había esperado. Observó
con una mezcla de horror y fascinación las venas moradas que sobresalían de su
piel, y la visión del contraste entre lo claro de la carne y el oscuro vello
que la recubría le disgustó profundamente.
João se puso en pie. Se sintió un poco mareado cuando su
cuerpo se irguió totalmente. Hizo un barrido visual de todo el cuarto. Colores,
luces, tonalidades, sombras; ahora comenzaban a ocupar un lugar en el mundo
todos los conceptos teóricos que había aprendido de memoria y a los que, hasta
ahora, no había encontrado una aplicación práctica. Observó cómo la luz del
exterior creaba en la superficie de su mesita de noche tres tonalidades
distintas. Se fijó en el cuadro que colgaba de la pared de enfrente, y que
seguramente estaba ahí desde mucho antes de que João alquilara el piso. Se
acercó y examinó cuidadosamente las formas que estaban retratadas en él. Una
mujer vestida con un traje que sólo dejaba al descubierto su pálido pecho
aparecía sentada sobre una roca, mirando al infinito. A su lado, un perro de
expresión desafiante vigilaba el entorno. La atmósfera de la pintura era triste
y lúgubre, pero a João le pareció conmovedora. “Ésta”, se dijo, “tiene que ser
una reproducción de una de esas obras famosas de Leonardo da Vinci o de
Velázquez”.
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