miércoles, 30 de noviembre de 2011

João Pereira


Cuando se despertó el 24 de noviembre de 2011, João Pereira vio el mundo por primera vez.

Al principio pensó que estaría soñando. Al contrario de lo que la gente solía creer, algunos ciegos de nacimiento asisten en sueños a las mismas sucesiones de inverosímiles imágenes que aquellos que ven. Durante el día, el subconsciente de João almacenaba sonidos –la voz de mujer que anunciaba las paradas en el metro, el cantar de las gaviotas a la orilla del río Tajo-, olores –a castañas asadas en invierno, a sudor concentrado los días de calor- y sabores –el afrutado vino blanco del Alentejo y el fuerte café solo de las mañanas-, sensaciones todas que más tarde su cabeza traduciría libremente en imágenes llenas de colores a los que João pensó que nunca podría bautizar. 

Sobrecogido, descubrió que quizás al fin podría hacerlo. Los colores que se le echaron encima al abrir los ojos no eran iguales a los que veía por las noches. El tono las paredes de su habitación era más intenso que cualquier otro que hubiera soñado antes. Por la ventana entraba una luz tan nítida y brillante como nunca la habría podido imaginar. João se destapó y se sentó en la cama; lentamente colocó las manos a la altura de sus ojos y las miró, viéndolas. La verdad, no tenían el aspecto que él había esperado. Observó con una mezcla de horror y fascinación las venas moradas que sobresalían de su piel, y la visión del contraste entre lo claro de la carne y el oscuro vello que la recubría le disgustó profundamente.

João se puso en pie. Se sintió un poco mareado cuando su cuerpo se irguió totalmente. Hizo un barrido visual de todo el cuarto. Colores, luces, tonalidades, sombras; ahora comenzaban a ocupar un lugar en el mundo todos los conceptos teóricos que había aprendido de memoria y a los que, hasta ahora, no había encontrado una aplicación práctica. Observó cómo la luz del exterior creaba en la superficie de su mesita de noche tres tonalidades distintas. Se fijó en el cuadro que colgaba de la pared de enfrente, y que seguramente estaba ahí desde mucho antes de que João alquilara el piso. Se acercó y examinó cuidadosamente las formas que estaban retratadas en él. Una mujer vestida con un traje que sólo dejaba al descubierto su pálido pecho aparecía sentada sobre una roca, mirando al infinito. A su lado, un perro de expresión desafiante vigilaba el entorno. La atmósfera de la pintura era triste y lúgubre, pero a João le pareció conmovedora. “Ésta”, se dijo, “tiene que ser una reproducción de una de esas obras famosas de Leonardo da Vinci o de Velázquez”.

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