domingo, 17 de julio de 2011

Desconectar

A menudo idenficamos las vacaciones con períodos en los que saldremos de nuestra rutina y de la vorágine diarias para adentrarnos en un estado de tranquilidad y reencuentro con nosotros mismos. Sin embargo, la mayoría de veces no es así: nuestras preocupaciones se vienen con nosotros a la playa, y sobra decir que siempre nos toca aguantar al familiar o al compañero de viaje pesados que nos hacen desear volver al trabajo o a la universidad.

Pocas veces me he encontrado más desconectada del mundo como este fin de semana. He estado por segunda vez en La Escuela, en Caudiel, un pueblo escondido entre las desconocidas y preciosas montañas de Castellón. Se organizaba allí un encuentro de dos días con actividades sobre la conexión de lo material con lo espiritual. Fuimos unas quince personas las que asistimos al curso; algunas veníamos de un grupo sobre crecimiento personal que Sara Vilana, la trabajadora social que organizaba el encuentro, había montado durante este curso. A los demás, en apenas 48 horas he sentido que los conocía desde hacía mucho tiempo.

La Escuela vista desde arriba

El lugar, como se puede ver en la imagen, es sensacional. Lleva unos tres años en pie, y fue creado por la Fundación Sirio. Quienes viven todo el año en las instalaciones son voluntarios que, por diversas razones, deciden retirarse del despersonalizado mundo que nos rodea para conectar con la naturaleza, el bosque, la luz y el silencio.

Ahora hay en pie dos casas -una grande, donde duermen y comen los participantes de los cursos de fin de semana y otra pequeña, en la que viven algunos voluntarios-, unas duchas exteriores, un par de cobertizos y lo más espectacular: una enorme sala octogonal construida totalmente en madera y en la que la luz entra por cada una de sus ventanas durante todo el día. Es en ella donde se realizan las actividades de los cursos que se celebran en La Escuela.

La sala de madera

Nos rodeamos de quietud, silencio, aire puro, gente abierta y sencilla, y nos deslizábamos por las horas entre meditaciones, yoga, reiki, mantras y visualizaciones. Cada momento de silencio e introspección era un regalo, diferente a cualquier meditación en mi habitación: el entorno de luz y árboles conferían una dimensión especial al espacio-tiempo y a cualquier gesto o actividad. Me di cuenta de algunas cosas que, por fin, puedo decir orgullosa haber asimilado. Cosas de la vida que hasta ahora sabía a nivel teórico, y que ahora he vivido en mis propias carnes: que nuestro cuerpo, por mucho que nos intenten convencer quienes manejan el cotarro, es un mero instrumento que debemos utilizar para movernos, tocar, sentir, bailar, correr, saltar, abrazar, amar. Que no debe obedecer a ningunas reglas establecidas por un poder ambiguo e invisible que nos bombardea diariamente a través de los medios de comunicación, de los carteles de las calles y de los maniquíes de los escaparates. Que cualquier cuerpo -sea alto, bajo, gordo, flaco, patilargo, desproporcionado- es hermoso y perfecto si está sano y sirve a quien lo habita.

Para mí ha sido una gran liberación el integrar todo esto en mi espíritu. Hubo un momento durante el día de ayer en el que fui consciente de que lo estaba haciendo, y me emocioné al sentir con todo mi cuerpo que la vida, esa que tanto tiempo llevaba ansiando, estaba a mi alcance. Sólo tenía que lanzarme y arriesgar.

Me he dado cuenta de lo rápida que hacemos que sea nuestra vida. Trabajo, compras, estudios, ocio... huimos de cualquier momento de soledad porque nos asusta estar a solas con nosotros mismos. Casi siempre, el único momento de respiro que experimentamos durante el día es ése en el que, llegada la noche y tras cenar, nos tumbamos en el sofá a ver pasivamente la televisión o a leer un libro hasta que caemos rendidos. Postergamos asuntos pendientes, nos amargamos con preocupaciones a veces inexistentes y nos tomamos a pecho cosas que no tienen ninguna importancia. Y así, de lío en lío y de berenjenal en berenjenal, siempre rodeados de ruido y ahogo, transcurre nuestra existencia.

Estos días he envidiado a los habitantes de La Escuela. He sentido la necesidad de vivir como ellos, conectados con lo esencial, con la naturaleza, con las raíces del ser humano. Un ser humano que ha huido de su hábitat natural para vivir en bloques de cemento y respirar día tras día el aire contaminado de la civilización.

Gracias a todos los que habéis compartido estos dos días conmigo, os llevaré siempre en el corazón. Y gracias a los voluntarios de la casa de Caudiel, por su sabrosa cocina vegetariana -¡ya me gustaría a mí cocinar así de bien!- y su amable hospitalidad :)

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