domingo, 11 de septiembre de 2011

Lisboa

Dicen que Valencia es la ciudad de la luz. Puede que lo sea de España, sí; desde luego, no lo es de la península ibérica. De ésta lo es Lisboa.

Cuando amanece, la humedad del Tajo empapa los coches y las ventanas de las antiguas casas lisboetas. Parece que va a ser un día nublado, pero en apenas una hora un sol brillante y puro envuelve la ciudad: sus calles de adoquines resbaladizos, sus edificios de azulejos quebrados y sus gentes amables y políglotas. Los rayos luminosos se cuelan en cada rua por estrecha que sea. Las empinadas cuestas de cada barrio se nutren de ellos, y los hombres pasean por ellas como si el tiempo no apremiara, y las mujeres viejas se asoman a sus balcones en compañía de sus perros. También los gatos recorren los barrios antiguos, y son dóciles y alzan el lomo cuando acaricias sus suaves pelajes.

Hay mendigos que piden limosna en un portugués incomprensible, ancianos con piernas de hierro que ya no tienen que mirar al suelo para no tropezarse en las aceras asesinas y conductores de autobús que se saltan cualquier límite de velocidad. Hay también ciegos, muchos ciegos, sobre todo en el metro. Los pasteis de nata se agolpan en los escaparates de las pastelerías, y las palomas campan a sus anchas por las numerosas plazas de la ciudad.



En la ciudad de las siete colinas casi cualquier punto regala vistas de los alrededores. Cada diez minutos te topas con un miradouro en el que han proliferado los cafés y los parques. Tomar una cerveza (Super Bock, siempre) cuando el sol, que se resiste a desaparecer, se esconde, siempre es un placer. Sobre todo si la compañía es buena y la conversación interesante y extendida, como todo en Lisboa. La ciudad en la que el tiempo se detiene.

Al adentrarse en los barrios de calles peatonales y edificios alargados y estrechos uno tiene la sensación de estar en un pueblo en lugar de en una ciudad de más de medio millón de habitantes. Encontrarse con una fiesta de un vecindario en el que se cantan fados y se cena de maravilla no es difícil. Los lisboetas, sonrientes y corteses, te invitan a unirte a ellos y bromean cuando les dices que no puedes acabarte el plato. Casi todos tienen la piel morena, de un color agitanado.



El olor de Bairro Alto, un barrio que duerme de día y vive de noche a un ritmo y a un ruido extraordinarios, recuerda al aroma de una ciudad marroquí. Los diminutos bares y pubs abren todos los días de la semana, y las bebidas se sirven en vasos de plástico que los clientes sacan a las calles atestadas de gente. Los diferentes idiomas se cruzan y los portugueses se mezclan con los extranjeros. El sol se ha llevado el calor a su partida y ahora corre el aire a pesar de las aglomeraciones. Una ginjinha (licor de cereza) quizá caliente el cuerpo, así que hay que encontrar el local en el que la sirvan más barata.

El portugués es una lengua que se saborea al hablarla. Sabe a viento atlántico y a hospitalidad. No es difícil entenderlo, a no ser que provenga de la conversación acelerada de dos mujeres que se encuentran al hacer la compra. Las escenas cotidianas y a cámara lenta que suceden en Lisboa hacen que te sientas como en casa, una casa enorme y extendida en la que hasta el panadero parece de tu familia.

Lisboa, ciudad pequeña, pueblo grande.

2 comentarios:

  1. tinc els pels de punta...

    ResponderEliminar
  2. Que genial Irene. Tinc unes ganes loques d'experimentar tot això. Assaboreix cada instant, com veig que ja fas.

    ResponderEliminar