lunes, 17 de octubre de 2011

La luz de Lisboa

Lisboa ofrece una paleta de colores amplia y variable. La luz cambia rápidamente durante el día, y también entre los días: los tonos de la ciudad se renuevan cada veinticuatro horas, aunque para advertir esos pequeños cambios hace falta estar muy atento.

Los blancos de las primeras horas de la mañana, cuando el metro despierta y los primeros trabajadores salen de sus casas sin desayunar. La luz que cae en picado desde el cielo choca contra los edificios de anchas ventanas y se instala en ellas, contribuyendo a templar las casas en este octubre extrañamente caluroso. La niebla flota sobre el río.

Pero se evapora pronto, o quizá la engulle el agua, cuando la luz que era blanca se convierte en dorada y se abre paso entre las calles. Al proyectarse sobre sus adoquines dota a la ciudad del color intensamente anaranjado de mis veranos en la Mancha. En Lisboa la sombra es de un tono diferente, e incluso parece tener brillo propio.

A las tres de la tarde el pintor del cielo nos muestra de nuevo su talento y deja caer sobre la ciudad litros y litros de mil azules distintos. Los amarillos se suavizan para apagarse al fin. El río y el cielo se funden de tal manera que es imposible determinar dónde acaba uno y dónde empieza el otro. Las casas adoptan un color celeste y los azulejos de algunas de ellas reflejan la tranquilidad del aire. En los rostros de los lisboetas se percibe la resaca de la luz de la mañana.

Ahora, el sol comienza a caer a las siete de la tarde. Lisboa parece apresurada cuando, mientras nuestra estrella viaja hacia otros continentes, la luz se mueve sin cesar, como perdida y atontada, por los edificios, los callejones, las plazas, los parques, las avenidas. Un púrpura azulado se adueña de la ciudad y con él llegan los mendigos, que salen de sus escondites. Las palomas se refugian donde nadie pueda encontrarlas, llevándose las sombras que sus pequeños cuerpos crean en el asfalto. El cielo, desde el río, se mueve entre rosas y violetas.


Y en la noche los colores no son negros, ni siquiera grises oscuros. La luz continúa almacenada en las fachadas de las construcciones pombalinas, en el interior del metro, en todos los árboles de la ciudad. Los cigarrillos alumbran más que unas farolas que se me antojan totalmente prescindibles. Si las quitaran, si hubiera un gran apagón, Lisboa continuaría brillando con su propia luz.

2 comentarios:

  1. Precioso,allá donde estes que percibas todos los colores y sonrisas, y que te quieras mucho.Ana.

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