jueves, 30 de junio de 2011

La barbarie de las granjas industriales y su extraordinaria rentabilidad

Hoy vengo a hablaros de un libro.

Éste es un documento que, una vez más, nos abre los ojos ante la realidad del control que ejercen la economía y los gobiernos. Un control que va más allá de lo democrático y de lo sano y por el que, debido al desconocimiento o a la indiferencia, nos dejamos arrastrar.

El libro en cuestión se llama Comer animales, y es del escritor estadounidense Jonathan Safran Foer. En sus más de 400 páginas Foer nos explica, con un estilo impecable y una claridad abrumadora, los mecanismos que conectan a las leyes con los mataderos, a los gobiernos con las cadenas de comida rápida. Si bien el libro se basa en la industria cárnica de Estados Unidos, los ejemplos y las conclusiones son extrapolables al resto de países desarrollados.


Foer, tras tres años de investigación y documentación, tras colarse en granjas industriales, tras hablar con ganaderos tradicionales y trabajadores de mataderos, expone sus tesis. Nos cuenta por qué consumimos la carne más barata de la historia, incluso teniendo en cuenta la inflación: los animales, manipulados genéticamente y atiborrados a hormonas y antibióticos, están fabricados para crecer desmesuradamente y vivir poco, lo suficiente como para que la cadena mortal de un matadero avance rápidamente y en contra de los ciclos naturales de estos animales. La industria prefiere animales enfermos y baratos, a pesar de tener sus carnes rebosantes de sustancias químicas y nocivas para la salud humana; también llenas de mierda y toxinas tras pasar por diversas secciones del matadero en las que los cuerpos se bañan en ríos de excrementos. Estos cuerpos, más tarde, no se purifican, y el inspector que decide si su carne es o no es apta para el consumo dispone de un segundo por pollo, pavo o cerdo para dar su veredicto.

Se evocan de forma tan viva los horrores diarios en las granjas industriales y se evidencia de forma tan convincente la responsabilidad de los dirigentes del sistema que cualquiera que haya leído el libro de Foer y continúe consumiendo los productos de la industria, o no tiene corazón, o es impermeable a la razón, o ambas cosas. J.M.Coetzee

El autor, vegetariano desde que conoció los horrores que esconde la industria de la carne, recoge también testimonios de antiguos trabajadores de granjas industriales (estas granjas son la regla hoy en día. Si continuáis pensando que los animales viven libres por los pastos hasta la hora de su muerte, estáis muy equivocados: ahora un pollo tiene apenas 20 centímetros cuadrados para moverse durante toda su vida. Los animales viven en naves demasiado pequeñas junto con decenas de miles de especímenes, lo que los lleva al canibalismo, a picotearse o morderse entre ellos, a morir desamparados bajo las patas de sus hermanos y a llevar una vida penosa en la que, con suerte, verán la luz del sol una sola vez).

He aquí unas frases de alguien que trabajó en un matadero:

Una vez que la pistola de perno cautivo estuvo rota todo el día, les cortaban la parte trasera del cuello a las vacas con un cuchillo mientras aún estaban en pie. Caían, temblando. Y las pinchan en el culo para que se muevan. Les parten el rabo. Les propinan enormes palizas... Y las vacas gritan con la lengua fuera.
Es tan difícil hablar de esto. Estás sometido a un estrés tremendo, a toda esta presión. Y ya sé que suena horrible, pero yo les he dado descargas eléctricas en los ojos. Y durante un rato.
Dicen que el olor a sangre en el foso de desangrado te vuelve agresivo. Y así es. Te dices que si ese cerdo te da una patada, tú harás lo mismo. Vas a matarlo, pero eso no basta. Tiene que sufrir... Le das fuerte, lo empujas con fuerza, sacudes el tubo, haces que se ahogue en su propia sangre. Le partes los morros. Hubo un cerdo que corría por el foso. Me miraba y yo le sostenía la mirada; al final cogí el cuchillo y zas, le saqué el ojo mientras lo tenía ahí delante. Y el cerdo se limitó a chillar. Una vez cogí el cuchillo, que estaba bastante afilado, y le rebané el extremo del morro, como si fuera una loncha de jamón. El verraco se puso como loco durante unos segundos. Luego se quedó quieto, como si fuera idiota. Así que cogí un puñado de salmuera y se la eché por el morro. Entonces sí que se volvió loco, rozando la nariz por todas partes. Aún me quedaba un poco de sal en la mano y se la metí por el culo. El pobre cerdo no sabía si cagar o quedarse ciego... Y yo no era el único en hacer cosas de ésas. Uno de los tipos con los que trabajo los persigue hasta hacerlos caer en el tanque de escaldado. Y todos (todos los que trabajan en el matadero) llevan tubos para golpear a los cerdos. Y todo el mundo lo sabe, es de dominio público.
¿Creéis que esto constituye una excepción en el mundo de las granjas? No. Según un estudio que el autor pone a nuestro alcance, en un 25% de las granjas ovinas estadounidenses se dan este tipo de maltratos (que se sepa). Foer nos plantea una pregunta: "Si supierais que uno de cada mil animales sufrió las barbaridades que se acaban de describir, ¿seguiríais comiendo carne? ¿Y si fuera uno de cada cien? ¿O uno de cada diez?".

Obviamente, los gobiernos están al tanto de estas atrocidades. También lo están de todos los medicamentos y hormonas que se administran a los animales para que den la mayor cantidad de carne en el menor tiempo posible y así sean más rentables. Entonces, ¿por qué nos lo esconden? ¿Por qué es prácticamente imposible visitar una de estas granjas industriales? La respuesta está clara, ¿no? Si todos tuviéramos acceso a estos mataderos, probablemente dejaríamos la carne o reduciríamos su consumo tras ver con nuestros propios ojos el inhumano sufrimiento que padecen unos animales que han nacido sin otra función que servirnos de alimento. Y eso no conviene a los gobiernos de países cuyas economías son sostenidas, en gran parte, por el consumo de carne, por los restaurantes (tanto en los de comida rápida como en los que no lo son) y por la industria farmacéutica.

Foer afirma que "unos estudios recientes y fidedignos realizados por Naciones Unidas y por la Comisión Pew demuestran de manera concluyente que, globalmente hablando, los animales de granja contribuyen más al calentamiento global que el transporte [...] Los datos más actualizados cuantifican incluso el papel de la dieta: los omnívoros contribuyen siete veces más a los gases con efecto invernadero que los veganos". Para acabar, una de sus reflexiones:

Aquel que come regularmente productos animales procedentes de granjas industriales no puede llamarse a sí mismo ecologista sin disociar la palabra de su significado.

(Si os interesa el tema del maltrato animal en las granjas industriales, os recomiendo el documental Earthlings. Es duro, pero todo lo que nos hace cambiar de hábitos y provoca un vuelvo en la conciencia por hacernos partícipes de la realidad, lo es.)






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